Sofi Cantilo

   

Cuando me invitaron a participar en Vulcano Ultra Trail, nunca imaginé una carrera así. Sabía que, si bien tenía una sola edición en su haber -y la distancia de 80k era nueva-, sería "un carrerón", pues la organización tenía unas críticas impecables y corredores de la talla de Sergio Trecamán y Marlene Flores hablaban de una carrera tan dura como linda.
   Qué lindo saber que no me equivoqué. Todo, desde la planificación del viaje, fue perfecto. Hasta la escala en Santiago de Chile fue maravillosa, porque me di el lujo de encontrarme en el aeropuerto con mi gran amiga chilena, Paz Medeiros. El viernes a la mañana, Puerto Varas ya había sido tomado por los corredores. Fui a retirar mi kit, a la conferencia de prensa, y después hicimos unas tomas para el documental de VUT. Toda la gente amable por demás: los guardaparques, los organizadores de la carrera, el equipo de filmación, los chicos que estaban en la entrega de kits... Una clara muestra de lo que se vendría después en la carrera.
   Es rara la logística personal cuando una carrera larga a las 3am. Yo prefiero hacer una especie de desayuno, asi que comi un poco de pan con dulce a medianoche mientras chateaba con mi entrenador que estaba comiendo con mis amigos y, a la 1am, me fui al bus que nos llevaría a la largada, comiendo unos maníes. Es divertido ir mirando a los demás corredores, adivinar sus nacionalidades (me sorprendió la cantidad de países representados en VUT!), ver el contraste entre la excitación de algunos y el cansancio de otros, etc. Finalmente llegamos al lago Todos los Santos, donde nos recibieron con sopa, cafe, galletitas y tostados de jamón y queso. Un placer! Cuando llegó el momento de ir a la largada, casi que daban más ganas de quedarnos allí! 
   El amontonaniento detrás del arco me encanta. Sentir la energía de los demás corredores, casi poder sentir el palpitar de todos los corazones, la emoción... Y empezar a correr, los tobillos haciendo fuerza para traccionar en la arena, dejar atrás los gritos y el público y empezar a adentrarte en el bosque. El camino se afina, la arena no cede. Empieza la subida, suave pero permanente. Alguna planta que se cruza, una raíz. A saltar, esquivar. Calor. Como puedo, me saco la campera que, por suerte, me puse por encima de la mochila. Tropiezo con una piedra. Aparece otra. Y otra más. De pronto estamos corriendo entre rocas. La subida se va haciendo más empinada y el suelo cambia: la arena desapareció y ahora corremos sobre roca. Una especie de piedra pómez negra, húmeda. Patinosa.
   Toca comer, y el gel me da asco. De pronto, estoy al costado del "camino" (no hay camino) con arcadas. Aparece el recuerdo de la Endurance Challenge y, con el, el miedo. Respiro hondo. "Belly breathing", como dice una canción de Elmo que canto con mi hijo. Me relajo, y sigo. La siguiente traición vino de la mano de mis amadas Speedcross: los tapones parecen ruedas sobre esa superficie. Tengo que hacer mucha fuerza con los pies para no patinar, y bajar la velocidad.
   El terreno empieza a ceder. El ángulo de subida va empeorando, pero las rocas se van espaciando. Pasos chicos, peor firmes. Constantes. La hilera de luces que sube es eterna. De pronto, un respiro y un puesto de hidratación. Después, más subida. La montaña se va pelando y aparece a nuestra izquierda el Osorno, imponente, blanco, magnífico. La luna llena se asoma entre las nubes y, de pronto, hay luz. Amo esto. Soy feliz. Subimos y subimos. La luna desaparece y nosotros nos perdemos dentro de una nube. Se dejan de ver luces pero escuchamos las voces de los demás corredores. Aún vamos medio juntos. Así, llegamos al primer control: la cima Picada. No se ve nada. Literal. Los chicos de control nos dicen que vayamos derecho hasta abajo de todo. 
   Correr hacia abajo por arena vocálica, en medio de una nube, es una experiencia maravillosa. Vas cayendo en picada, hundiéndote en la arena, que te controla la velocidad. Lúdico, surreal. Tercera traición: una de las polainas se me rompe, y se me llena la zapatilla izquierda de piedras. Y, de golpe, la montaña se pela y empiezo a patinar hacia abajo. Consigo frenarme y escucho voces gritando que no hay marcas, ni camino. Que estamos en un cañadón que cae cada vez más duro y empinado, sin salida. Me muevo y empiezo a caer de nuevo. Miro hacia abajo y veo a varios chicos, todos inmóviles, como agarrados a la montaña. Cualquier movimiento, por mínimo que sea, nos hace caer. No sabemos cómo salir de allí. Ni hacia dónde. De más arriba, otros chicos nos gritan que tampoco ven marcas. Hacia ningún lado. Quiero subir, pero imposible: cada movimiento me hace resbalar y caer más y más. Alguien grita que hay que ir hacia la derecha. Casi abrazados a la montaña, y patinando ante cualquier descuido, nos movemos lentamente. Uno de los chicos me ayuda. Logramos pasar del otro lado, y seguir. 
   Había que llegar al k31,5, que estaba en el sector de largada/llegada. Quedaba un poco de plano y mucha bajada por el bosque, en algunas partes más técnica, pero en general suave, linda. Volver a la playa fue duro, un par de kilómetros viendo y escuchando la fiesta que allí había, pero aún lejos. Y más lejos cuando pensaba que aún faltaban 50k, y en lo duros que habían sido los primeros 30.
   Tratando de no pensar en eso, comí algo rápido, saqué las piedras de la zapatilla izquierda, y partí. Falso plano hacia arriba, por arena una pesada arena volcánica. Falso plano eterno, por arena y matorrales. Después, directamente subida. Larga, eterna. Cada vez más empinada. El camino ya está vacío. Hacia arriba, a lo lejos, se ve algún que otro corredor. Hacia abajo, lo mismo. Cada tanto, un banderillero de la organización. Es impresionante la buena onda que tienen todos. Debe ser por el lugar increíble en el que están esperándonos.
   El terreno vuelve a ponerse rocoso, y hace frío. El cielo está nublado y sopla el viento. Manoteo la campera, que la había dejado en un bolsillo de la mochila bastante a mano, y me la pongo por encima. Con las manos, me ayudo a subir. Hacia atrás, el paisaje te quita el aliento. Llego a la segunda cima, Vulcano. Me sellan el pasaporte, y empiezo a bajar, con cuidado, entre las piedras. Cada tanto, puedo correr por algún filo. Las nubes están bajas y cuesta mucho ver las marcas. Me resguardo tras una piedra a esperar a algún corredor. No quiero bajar mal, y que me vuelva a pasar lo de antes. Enseguida aparece un chico, y empezamos a bajar. El cañadón por el que tenemos que ir se afina, y las rocas dan lugar a arena volcánica. Puro placer. Me dejo ir, y disfruto. Alcanzo a un chico que va en unas especie de ojotas, al estilo Tarahumara. Se lo ve sufriendo, pasándola mal.
   Cuando estoy entrando al bosque, empieza a llover. Ya no tengo la campera puesta, y disfruto de las gotas pegándome en los brazos, en la cara, en las piernas. Como no estoy comiendo mis geles, salvo los G1 de Gatorade (pero que sólo tengo 2, así que los voy administrando), devoro como bestia cada vez que llego a un puesto, y me llevo algo de comida. La llegada todos los puestos es una fiesta. Como dije antes, todos –absolutamente todos los que estaban trabajando en el circuito-, te alentaban y te festejaban al pasar. Pero la llegada al 50 fue especial: después del puesto, había que correr 150mts al costado de la ruta, antes de empezar a subir por el monte. Había dos chicas marcando el lugar, que saltaban como locas cuando nos veían, revoleando en las manos falsas porras armadas con las cintas de marcación, y que nos acompañaban corriendo y gritando esos metros. Muerta de risa, le pregunté a un chico desde cuándo estaban así: desde hacía horas… Realmente unas genias!
   Quedaba sólo una cima más. Y subir, subir, subir. El terreno hasta la cima Verruga era técnicamente más sencillo que los otros: no había rocas grandes en las partes de mayor pendiente entonces, si bien era cansador, no representaba mayor dificultad. La lluvia había parado hacía rato, y el sol pegaba fuerte. Me emocionó llegar arriba y saber que, si bien era mucho lo que quedaba, las tres cumbres ya estaban adentro. Miré a mi alrededor, respiré hondo, y agradecí estar donde estaba.
   La bajada de la Verruga tenía la dificultad que no había tenido la subida. La bajada era por una cuenca seca, entre rocas, como habían sido las otras subidas. Venía bien, como solía correr antes, hace una vida, de menor a mayor. Me sentía fuerte y venía pasando gente. Me confié, y empecé a saltar entre las piedras. Acto seguido, le erré a una y caí con una de lleno sobre una roca. Sangre y dolor extremo. Más que dolor, impresión. La sensación de que se me había despegado una uña…
   Se acaban las piedras y empieza el bosque. Volvemos al puesto de las porristas. Placer, risas. Curita en la uña, me da mucho asco. Estoy desesperada por una coca, pero no hay más. La buena onda de todos hace que no importe. Sigo. Me siento bien. Me hace sentir mejor el sentirme bien. Círculo virtuoso.
   Entro en el bosque. Se vuelve húmedo, verde. Vegetación espesa. A pesar de mi nariz tapada, olores fuertes. Me siento Alicia, a través del espejo. Pienso en que quiero describirle ese bosque a una amiga en particular, que no corre, y no entiende mis fotos sucia, embarrada, lastimada. Pienso que, si estuviese en ese bosque, si viese esas plantas, si pisara ese suelo blando, si oliese esos aromas, si tuviese que saltar esas raíces, esquivar esas ramas y trepar esos troncos, entendería… Jugamos a ser niños, jugamos a ser libres.
   En medio de esa sensación feliz, aparece un puesto de hidratación. No entiendo, dado que mi gps marca 78,6k. Y me avisan que faltan otros 6,5. Me demuelo. Pero así son las carreras de montaña y eso es lo que siempre me gusta de la ultradistancia: el tener que sobreponerte a las dificultades que te plantea el camino y lo cierto es que, después de las tres “traiciones” del principio, el camino venía siendo muy benévolo conmigo.
   Me sobrepongo y sigo pasando gente, pero ahora ya son de otras distancias. Me sonrío al pensar que, desde la primer cima, me terminó pasando sólo una persona: Franco Paredes, que venía liderando los 64k. Los planos se me hacen densos, como siempre (como antes!) a esa altura de carrera. Me alegra reconocer el sentimiento. Me alegra reconocerme. Pienso en mi Niño. Pienso en cuando podamos correr juntos en los volcanes, como tanto quiere. Como tanto quiero. Y así, pensando en mi Niño de pelos locos, me enfrento al lago y llego a la playa. Último kilómetro, lleno de gente alentando. Emocionante. Feliz. Cierro los ojos y pienso en mi Papá. Cruzo el arco.

   
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Vengo de un año y medio bravo. Muy difícil desde lo personal y, por supuesto, se reflejó en mi running. Si bien nunca dejé de hacerlo, y correr ha sido un gran espacio de reflexión y conexión para mi, desde mayo del año pasado no logro cumplir con un plan de entrenamiento. ¿A qué me refiero con eso? A que salgo, corro. En general, cumplía con el volumen de kms o de tiempo de entrenamiento, pero no hacía trabajos de calidad ni de velocidad. No me daba la cabeza y, por ende, menos aún el cuerpo.
Cuando surgió el proyecto de los 160k de la Edurance Challenge, me prometí a mí misma que, después de la carrera, arrancaría a full con el plan. Lo cierto es que ya me lo había prometido antes, y nada... Pero esta vez, tuve un incentivo extra: en medio de la Echallenge, llegando a un puesto, me cruzo con un chico que me pregunta si conocía VUT. Por supuesto! Con una sola edición encima, pero exitosísima, ningún fan del ultratrail podía no conocerla. Resulta que era uno de los organizadores, y me invita. Lo cierto es que pensé que era algo de momento. A los días de llegar a Buenos Aires, se contacta otro de los organizadores conmigo. Repite invitación.  Enseguida me piden los datos y me mandan el pasaje. Esa noche, arreglaba con Marcelo Perotti, mi adorado entrenador, el plan. 
Sólo un entrenamiento me separa de la carrera y puedo decir, feliz, que he cumplido con el plan. Después de un año y medio, y encontrándome años luz de donde estaba deportivamente en ese momento, puedo decir que estoy en el camino correcto. No me importa estar lejos, porque ahora sé que voy a llegar. Que se puede volver, siempre, como el Ave Fénix. 
Y no sé qué va a pasar el sábado en la carrera. Pero sé que, para mi, VUT siempre va a ser especial. Los 160k de la Endurance Challenge de Santiago de Chile me prendieron de nuevo, y VUT me devolvió la "mirada del tigre". Impagable.

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En mi vida, sin dudas, los mejores momentos son los que comparto con #Niño. Como a todo padre le pasa, él es lo mejor que me pasó en la vida. Correr también es algo importantísimo para mi: empezar a correr fue la bisagra en mi historia; salir a correr, hoy, es mi momento de libertad, un rato de reflexión, un espacio de conexión conmigo y con mi cuerpo. Compartir el correr con mi hijo es lo que más se asemeja a mi paraíso.
El sábado pasado se corrió la Disney Magic Run (1k para los más petits), y allí fuimos con #Niño. El ya es "un experto" en running: corrió dos carreras de 1k el año pasado. Pero este año no pudimos ir a ninguna, y no sabía cómo iba a resultar.
La carrera era a las 16hs, así que almorzamos fideos con aceite y queso, y banana. Todo bien de runner, y mi hijo disfrutando como un loco de ese momento especial. Después, nos vemos los dos para la carrera: yo me puse la remera de mi team, Correrayuda, y el quería la misma. La suya ya le queda chica, así que le puse una mía, y partimos.
La cantidad de gente en Madero Este era monstruosa. Miles y miles y miles y miles de familias. Chicos por doquier, cochecitos, papás, mamás, tíos, abuelos... Una locura, en serio! Con #Niño entramos a la manga como pudimos, y esperamos. Por suerte, de laorganización repartían agua antes de largar, porque hacía MUCHO calor. Llegó el momento, pero era tal la cantidad de gente, que la marea humana no avanzaba. Esperamos y esperamos. Nos movimos a ritmo babosa hasta pasar por el escenario, donde estaban los personajes de Disney saludando. Después, finalmente, el arco de largada. 
Apenas lo cruzamos, y como si tuviese un resorte en las plantas de los pies, mi hijo se largó a correr. Pasaba entre la gente, esquivaba cochecitos, se daba vuelta (se llevaba puesta a alguna persona) y se reía. "Dale, Mamá!", me arengaba. Yo, emocionada, lo seguía.
Paró dos veces: una, a levantar unas piedritas; otra, a subirse a un banco para saltar. Ambas veces le dije que, si estaba cansado, podíamos caminar un poco. Como toda respuesta, me miró, y empezó a correr. 
Así, llegamos. Cruzo la meta riendo, y se colgó, orgulloso, su medalla. La usa todos los dias. Lo mejor, igual, fue antes de ayer, cuando me dijo: "El sábado podemos ir a otra carrera, Mamá?".

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Según un estudio de Ultrarunning magazine, para cuando termine el 2014 habrán habido más de 800 ultramaratones (más del doble de las que había hace 10 años). Si bien el fenómeno del running ha crecido en todas sus formas y distancias, ninguna lo ha hecho de manera tan grosera como la ultradistancia.
Esto no me ha llamado la atención: que "el mundo" tiende hacia la utra, es algo que vengo viendo y diciendo hace tiempo. Lo que sí me ha llamado poderosamente la atención, es la cantidad de mujeres que participa de la larga distancia: hasta los 30km, es parejo el número de mujeres y varones finishers. En la maratón, ya un 60% son hombres. Y cuando pasamos a la ultradistancia, ya hablamos de sólo un 20/25% de mujeres.
¡Chicas! ¿Qué anda pasando? Que tenemos una resistencia al dolor mucho más grande que el hombre, ya lo sabemos. Que compensamos la fuerza física con fuerza mental, también. ¿Y entonces? ¿Dónde está el problema? ¿En perder la femineidad? Se puede ser guerrera en la montaña, y una lady en la vida diaria. ¡Y hasta es más divertido! ¿En los hijos? A mi modo de ver, nada mejor para un hijo que ver a su madre haciendo ejercicio. 
Mi #Niño vive como algo "normal" que su mamá se vaya a correr a los volcanes, y la montaña es algo cercano, aunque viva en la ciudad. Me encanta que el me vea salir a entrenar cuando estoy cansada, cuando tengo frío, cuando llueve,cuando hay viento, cuando hacen 40grados... De a poco, va entendiendo el sentido de esfuerzo, de responsabilidad. Va entendiendo que los objetivos logran con esfuerzo y sacrificio, que nada viene gratis en la vida. 

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El día antes de mi carrera accidentada en Chile, los 160k de la Endurance Challenge, hice Skype dos veces con #Niño, que estaba con mi Mamá en Buenos Aires. Las dos veces me dijo que no fuera al día siguiente a la montaña, porque me iba a caer y me iba a lastimar.
-¿Y cuál es problema si me caigo? Me levanto, y sigo-, le dije. 
-No, Mamá, porque te vas a lastimar.
Para él, es normal que me vaya a correr a las montañas o a los volcanes, y nunca me había dicho algo así. Sólo una vez, después de ver unos volcanes de arena en la playa, me había dicho que tuviese cuidado de no correr por arriba de los volcanes, porque me podía quemar con el humo... Pero nunca me había dicho que pudiera caerme y lastimarme.
Cuando estaba internada, y ya un poco más lúcida, fue lo primero que hablamos con mi amiga chilena. También cuando volví a Buenos Aires, y la chica que cuida a mi hijo me vio, se súper impresionó, porque parece que el día de la carrera, él le dijo que yo me iba a caer y me iba a lastimar. Creer o reventar, #Niño lo sabía...

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En el jardín de #Niño tienen algo que me gusta mucho, que se llama el "healthy snack" (snack saludable). Cada tanto, a un chico distinto le toca llevar algo rico y sano para compartir con sus amigos. Es una buena forma de ir enseñándoles qué cosas son buenas para el cuerpo, e ir acostumbrándolos a picar cosas sanas.
Hoy letocaba a #Niño, y lo hicimos tipo programa: fuimos al súper a comprar las cosas, y después cocinamos unos pochoclos con oliva y queso, y unas cookies dulces súper fáciles. Aquí les dejo la receta:

Unas 16 galletas:
-2 bananas grandes (no negras, pero más bien maduras)
-2 tazas de avena
-2 cucharadas soperas de miel

¿Cómo se hacen? Facilísimo: se pisan bien las bananas con la miel, se agrega la avena. Se mezcla bien. De a cucharadas, se va poniendo la mezcla en una placa de horno (con apenas de spray par que no se peguen), y ¡al fuego! Quince minutos, y están.

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He tenido la suerte de que me he quedado con una maravillosa impresión de casi todas las carreras en las que he participado. Es más, ahora sólo puedo pensar en 1 con la que me he quedado con un gusto amargo, porque hasta de carreras en las que quizás ha fallado la organización, o en las que el recorrido no ha sido lo que más me ha gustado, me he quedado con recuerdos maravillosos: si no es la amabilidad de los organizadores o de la gente de los pc's, es el paisaje; si no es el paisaje, es el terreno; si no es el terreno, son los compañeros de ruta. Siempre hay algo.
Quizás por eso el post carrera se me hace agridulce: tengo mil recuerdos y momentos increíbles grabados dentro mío, pero el objetivo ya pasó, ya está... Sufro como de una especie de "síndrome de nido vacío". Además, el cuerpo duele, y aunque no lo hiciera, no conviene entrenar fuerte. Hay que ir despacio, dándole tiempo de sanar. En contrapartida, la mente está a mil, sólo quiere más.
Por eso creo que es tan importante tener el siguiente objetivo definido: para tomarnos el descanso necesario, pero sabiendo hacia dónde vamos.

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   Debo reconocer que hay días en los que me da un poco de fiada salir a correr con lluvia. En general, me pasa en invierno, cuando hace frío. Ojo, la lluvia no es excusa: ¡se entrena igual! Pero si llueve y hace frío, convengamos que la cama, un libro y algo calentito tiran bastante...
   En cambio hay días como hoy, en los que suena el despertador, me levanto, miro por la ventana y parece que se viene una tormenta... Y entonces agarro el teléfono y chequeo los tres programas meteorológicos que tengo y, como los tres anuncian lluvia para la tarde, cambio los planes. Reorganizo el día por las ganas de sentir las gotas contra mi piel, la resistencia del agua. A veces me sale bien, y me encanta. Otras, como hoy, el cielo se despeja y queda una tarde clara. Se entrena igual. La lluvia tendrá que esperar.
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   En general no soy de los desayunos potentes, pero me encantan. Los reservo para oportunidades especiales: un "brunch" con alguna amiga, después de un entrenamiento fuerte y agotador, o alguna mañana como la de hoy, relajada, con mi hijo en la cama.
   Para él, leche y cereales. Para mi, té rojo y unos tomates cherry con oliva, aceto, pimienta negra molida y sal gruesa. Para compartir, omelette con tostada de pan multicereal. 

Ingredientes para un omelette grande:
-3 huevos, o 5 claras si queres una versión más saludable
-queso cremoso
-alguna verdura (yo varío de acuerdo al dia): zanahoria rallada, espinaca, brocoli picado, chauchas.
-sal y pimienta blanca en polvo

Como? 
   El omelette es fácil: mientras se calienta un poquitito de aceite de oliva en una sartén, se mezclan todos los ingredientes en un bowl. Una vez que el aceite está caliente, se echa la preparacion. Con una espátula lo vamos despegando y, cuando el huevo esta cocido abajo y el queso derretido, lo damos vuelta. Un minuto más, y listo!!!! 



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  Una de las cosas más lindas que me da dado correr, es la gente que he conocido en el camino: desde aquellas personas como Paul o Eduardo -a quienes literalmente conocí en sendero en medio de la noche cuando corríamos La Misión-, a personas que han pasado a ser de mis más íntimos amigos, a compañeras de carrera con las que tuve una conexión casi mágica desde el primer instante, o a gente que no es cercana pero esta ahí, en el minuto justo, dándote una mano y ofreciéndote lo mejor de ellos. 
  También me permitió conocer la historia de Ariel Fernández y sus papás, que me tocó el alma: Ari es un chico con una discapacidad severa y Luis, su papá, pudo ver cómo cambiaba la expresión de su cara después de llevarlo a correr en su cochecito, cuando tenía un año y medio. De ahí en adelante, no paró más: buscando esa sonrisa, siguió llevando a su hijo a correr, y después empezaron a participar de carreras y a contagiar a otros chicos y a otras familias. Y la búsqueda de amigos y desconocidos con buena voluntad que quisieran formar parte de los teams de apoyo de cada chico (porque después de ir probando, Luis se dio cuenta de que el número ideal es de cinco corredores llevando una silla, dirigidos por un capitán, que es quien mejor conoce al chico). Y, de pronto, Luis y Mónica se encontraron creando la Fundación para el Atletismo Asistido ( http://www.fundacion.teamari.com.ar ), cuyo principal objetivo es promover y fomentar la práctica deportiva para las personas con discapacidad motriz y/o intelectual y lograr así una mayor integración social.
  Hoy, la Fundación cuenta con más de veinte atletas y un equipo grande de voluntarios que va rotando cada carrera. También cuenta con una sede en la que se realizan distintos talleres educativos y recreativos, de los que participan los chicos y sus familias, muchos voluntarios, y todo aquél que quiera acercarse. Porque el objetivo principal de estos encuentros es generar un espacio de inclusión y comunión.
   Si querés ayudar a la Fundación, con donaciones, productos, o tu tiempo, comunicate a: atletismoasistido@hotmail.com o al tel:15-5524-8019
   Si directamente querés colaborar con efectivo, podés hacerlo acá: 

FUNDACION PARA EL ATLETISMO ASISTIDO
Personería Jurídica Nº 1835868/4015326 resolución IGJ Nº0000873
CUIT: 30-71198195-7 IVA exento
BANCO CIUDAD SUCURSAL ABASTO - SUC 38 Abasto
Cta Cte 789-6


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Inquieta, su mente se puebla de historias su cuerpo el sólo memoria es eso que hay que sentir con Paciencia infinita…”
Los Tipitos, “Campanas en la noche”
Horacio Quiroga, en su Decálogo del perfecto cuentista, dice que no hay que escribir bajo el imperio de la emoción, sino que hay que dejarla morir, y evocarla después. Claramente, Horacio Quiroga nunca quiso relatar una carrera porque, a medida que pasan los días, las emociones se vuelven más y más intensas. O eso me pasa, al menos, a mí: con el correr de los días, voy recordando más y más momentos y sensaciones que fui viviendo a lo largo de las casi 31horas que me llevó hacer La Misión.
Quizás también sea porque La Misión no es una carrera “común”, y eso se vive en cada momento: quizás porque es la única carrera de 160k de Sudamérica, o por que sube cinco montañas hasta sus cimas y transita por sus filos, o porque recorre siete valles cruzando incontables veces los arroyos que los atraviesan.
Desde el momento de la charla previa, con el Guri haciendo chistes y las imágenes imponentes de las ediciones pasadas, los comentarios con otros corredores, los nervios… La preparación de la comida y las bolsas (con más comida) que iban a cada cantina, los elementos obligatorios y el equipo de carrera, los nervios… El desayuno previo, la elección de las zapatillas, las charlas con mi entrenador y con mis amigos, y más nervios… Y finalmente, la caminata hacia el arco, el chequeo, y la emoción total en mi cara, y en la cara los cientos de corredores alrededor mío. Sonrisas cómplices, manos apretándose, alguna lágrima.
Cruzar la Villa riendo, y pensando en el momento en el que des-andara mis pasos, mirar a la gente que está mirándonos, y cruzar palabras cómplices con otros corredores. Enseguida al camino, y empezar a hacer chistes con un grupo de chicos de allí, que estaba corriendo. Entrar al sendero y subir. Bajar el ritmo recordando que quedan más de ¡¡¡156!!! Km y aún queda mucho, pero mucho, por subir. Encontrar a un suertudo que va a ir a UTMB este año, y contarle todo lo que a mí me hubiese encantado saber antes de ir a UTMB. Ser feliz, recordando otros momentos felices. Olvidar lo pesado que se va poniendo el sendero, con tanta arena volcánica.
Todavía somos muchos los que vamos juntos, y los comentarios son variados cuando la arena va dejando lugar a las rocas, y la subida se pone más y más perpendicular al suelo (a un suelo “normal”, claro está). Soy inmensamente feliz de tener mis bastones conmigo, aunque de a ratos conviene dejarlos colgando y ayudarse con una mano. Por la arena y las piedras sueltas, el terreno invita a patinar. “Guarda, ¡a mirar bien!”, dice uno. Tiene razón, a los costados está el infinito.
Esta edición tuvo un cambio en el principio y final del recorrido respecto del 2012: se subía primero el Cajón Negro, y se bajaba a Villa La Angostura por el cerro Bayo. Así, la maravillosa bajada del Cajón Negro de la edición pasada, que yo recordaba como algo tan divertido y feliz, fue reemplazada por una súper técnica y rocosa, empinada. Mirar con cuidado el terreno. Cada tanto, levantar la vista y encontrarte con el paraíso. Subir al Buol. Sentirte en la cima del mundo. Comprobar, una vez más –como tantas-, que la Patagonia es el lugar más bello del mundo.
Volver al bosque, charlando con desconocidos de temas que cuesta hablar hasta con íntimos amigos. Así son estas carreras. Eso es lo que amo de la ultradistancia, cualquier otra carrera es demasiado rápida como para permitir estas licencias. Enseguida engancho a la chica que venía segunda en los 80k, y vamos juntas. Subimos, bajamos. Hablamos de nuestros hijos, hablamos de si queremos tener más hijos. Subimos, bajamos. Cruzamos arroyos. Subimos, bajamos. Pasamos el col Tres Nacientes. Subimos, bajamos. Pasamos el col Arroyo Bonito. Subimos, bajamos. Llegamos a Corral Redondo, donde la esperan su marido y su hijo. Me agarra un nudo en la panza, me emociono por ella. Cierro los ojos y pienso en mi enano blondo, en qué estará haciendo.
Empieza la subida al OConnors. Se acabó lo de subir y bajar. Ahora es subir, y subir, y subir. El terreno se semeja al de los médanos de Pinamar, pero con una “pequeñíiiiisima” diferencia de altura. Se torna pesado pero, cuando uno mira hacia atrás, el paisaje es increíble. Llegamos a un pequeño bosque, pero la subida, si bien amaina, no desaparece. Después: paisaje lunar. Arena, piedras, y la nada. Yo recordaba al OConnors como un cerro duro, todo de roca. Pero iba hundiéndome hasta los tobillos –y más- a cada pisada, y no entendía de dónde había salido toda esa arena… Correr por el filo era realmente impactante: entre el viento, las cadenas que había alrededor nuestro, el lago, y el Tronador inmenso, nevado, impactante, en frente, uno no sabía hacia dónde mirar. Y, encima, el atardecer. Crónica de un momento maravilloso, realmente…
Ahora, sólo quedaba bajar por el bosque hasta las afueras de la Villa, llegar al camino y empezar a encontrar gente que saludaba. Ya era de noche cuando llegué al Camp1. Todos los encargados de hacer los chequeos te recibían con una onda increíble y hacían chistes, y eso realmente te renovaba la energía. Comí una hamburguesa, recargué la mochila con agua, Gatorade y comida, me puse la remera de manga larga y los guantes, y sali. Quedaban varios kilómetros por la ruta, antes de encarar para el Buque.
El sendero que entraba en el bosque era una belleza, por lo que la linterna frontal me permitía ver. Cada tanto barría con la luz, y veía ojos que me miraban fijo desde entre las pantas. Traté de no barrer más. Mejor no saber nada, por las dudas. Al rato me encontré con Eduardo y Paul, dos corredores que estaban llevando un ritmo un poco más fuerte que el mío. Mi primer instinto fue dejarlos ir, pero después me di cuenta de que no me convenía quedarme sola a la noche, y apreté el paso.
Empezamos a charlar de carreras, como siempre: de edición pasada de La Misión y de UTMB (se ve que ambos eran temas obligados), de equipamientos, estrategias. Después, de la vida: Eduardo hablaba de su mujer con una admiración tal, que me hacía emocionar; y Paul me contaba cosas de sus hijos, como cuando fue al Aconcagua con una de sus hijas, y yo pensaba en si algún día podré hacer algo así con el mío… Así llegamos y pasamos Tapera Linda, y subimos al Col Estacas, con el viento y una helada terrible alrededor nuestro, pero entretenidos. Ellos salvaron mi noche, la pasé increíble a su lado. Y empezó a amanecer.
Hacía mucho frío y veníamos de mojar nuestros pies una y otra vez cruzando arroyos. Para evitar mojarme cruzando el Piedritas, quise inventar un camino por unas rocas que, obviamente, resultó infructuoso: terminé metida hasta la cintura en el agua. Empecé a tiritar y los dientes me castañeaban sin parar. Pensé que me iba a agarrar hipotermia, que la carrera se me acababa, ¡que tantas cosas! Pero tuve un lapsus de lucidez, y les dije a mis compañeros que me iba, que tenía que subir lo más rápido que pudiera, porque necesitaba entrar en calor. Y eso hice, a pesar de la enorme pendiente de la subida y del terreno. En la mitad de la subida alcancé a algunos corredores, y ahí me di cuenta de que Paul venía conmigo. Felicidad. Recién arriba, ya pasando el bosque, me abrí un poco la campera.
Empezamos a bajar y se veía el lago, se veía Traful. Casi se veía el Camp2. Pero la bajada era larga y, sobre el final, ya no habían marcas. Por suerte estaba Paul detrás mío, que sabía para dónde ir. Llegando a la Villa, nos encontramos con Gustavo Reyes, que estaba reponiendo las marcas que alguien había sacado. Eran las 8 de la mañana, y Traful parecía un pueblo fantasma. En el Camp2 estaban sólo los encargados y quienes preparaban la comida, pero igual la llegada fue una fiesta: sonrisas, energía, alegría. Comimos guiso de lentejas y de nuevo a recargar la mochila con agua, Gatorade y comida. Me venían molestando mucho las plantas de los pies, así que me saqué zapatillas y medias para sacudirlas, y me las volví a poner. Sabía que tenía ampollas, y los pies lastimados, pero prefería no verlos, que quedara en suposiciones y no realidades.
Salimos por la ruta, un poco trotando, un poco caminando. El camino se hacía largo, pero al lado de Paul pasaba más rápido: me contaba de otras carreras, de los IMs que había corrido, de su mujer, de sus hijos. Entre que era altísimo, y que su hija más grande era dos años más chica que yo, como que me sentía súper protegida a su lado. Pensaba en mi Papá, y en cuánto me hubiese gustado compartir algo así con él. Ya entrados en el bosque de nuevo, a mi los pies me molestaban cada vez más, pisar me era una tortura. Paul, en cambio, seguía bien, pero me iba esperando. Le dije que se fuera, pero no había caso, se quedaba. Tuve que insistirle, hasta que entendió que es así: somos compañeros de ruta el rato que podemos, pero después cada uno tiene que hacer su carrera.
El bosque se me hizo realmente interminable. Todo el tiempo escuchaba voces detrás de mí, pero me daba vuelta y no había nadie. También sentía pisadas… Las plantas de los pies me dolían muchísimo, y cada arroyo que había que cruzar lo sentía tortuoso. Pero esos son, precisamente, los momentos que valen en la ultra distancia: los momentos de sufrimiento corporal y quiebre mental, en los que hay que sacar fuerzas no se sabe bien de dónde, y seguir. Hay que conectar con cada fibra del cuerpo y tener mucha paciencia, y seguir adelante. Dar un paso más, y un paso más, y un paso más. Y aliarse con el dolor.
Llegar a la base del Bayo fue alucinante, me recibieron entre saltos y gritos, y eso era exactamente lo que necesitaba: energía en su máxima expresión. -Tenés 1h20’’ hasta arriba, por el camino.
-No, no. No puedo pisar, me duelen mucho los pies.
-Bueno, entonces 1h30’’.
-¡No! ¡Más! ¡¡¡Te digo que no puedo pisar!!!
-Mirá el reloj, y mañana me decís.
Creer, o reventar: 1h30’’ después, pasaba el control de arriba del Bayo y me iba, por el filo, hasta la cima. Impresionante, el mundo era mío: hacia un lado, por donde tendría que bajar, nadie: hacia el otro, por el camino por el que había subido, tampoco. Estaba completamente sola…
Empecé a escuchar, a lo lejos, el ruido de un helicóptero. Cada vez más y más fuerte, hasta que apareció frente a mi. Sentía el viento de la hélice, podía ver a la gente que se asomaba filmando y sacando fotos y, sabiendo que se trataba de Martín Papalía y Diego Costantini, los saludaba desesperada con los bastones. Me agarró una emoción enorme, y empecé a lagrimear.
Me quedé sola para bajar. Lo peor de todo era que entre la arena escondían algunas piedras que, cuando las pisaba, me hacían ver las estrellas. Finalmente, el bosque. Empecé a decirme a mí misma que no me excitara, que aún faltaba mucho. Guardé los bastones, ya no los necesitaba porque no quedaban subidas, y para bajar me molestaban. Todo el tiempo trataba de reconocer el camino, pero nada. Apareció un cartel que decía que VLA estaba a 30’. De nuevo calmé mi cabeza: “No, faltan 40’, y eso para llegar al camino”. Y así, el en una curva, el camino me sorprendió.
Me olvidé totalmente de la planta de los pies, y empecé a correr. Me sentía liviana, floja, feliz. De pronto me acordé que el camino era largo, y pensé en caminar un poco por las dudas, pero enseguida me di cuenta de que era un disparate: realmente me sentía bien, además, cuanto más rápido fuera, antes terminaría, así que me solté más. Y llegué a la calle principal de la Villa, empecé a correr por la calle, al costado de los autos, y la gente se sorprendía al verme. Del local de Aquiles, todos runners, salieron a gritarme. Felicidad pura. En la esquina del ACA, a doscientos metros de la llegada, apareció un ex compañero de entrenamiento que ahora vive allí. Emoción total ver una cara conocida y agarrar la remera de mi grupo. Me gritó que lo tenía a Marcelo Perotti, mi entrenador, en el teléfono. De golpe me sentía haciendo una pasada de 100. MISIÓN CUMPLIDA.
Con el correr de los días, todo va pasa: los pies vuelven a su tamaño normal, los tobillos se deshinchan. Las ampollas se curan, las uñas se caen y dejan de molestar. Cada músculo se recompone. Lo que no pasa nunca, la alegría de compartir tantos momentos con personas que no son parte de nuestra vida, y sin embargo la tocan de una manera tan especial, los paisajes que quedan marcados en nuestras retinas para siempre, la sensación de haber sido capaces de superar cada obstáculo del camino, emoción de haberlo logrado…
Somos unos privilegiados.
 sofipodio

Q ES LA MISION


La Misión, una autentica aventura,  la carrera de Trekking o Ultra Trai más espectacular y apasionante de Sudamérica y única en el mundo por su formato de expedición de 160 km y 8500 metros de desnivel acumulado en cuatro días y tres noches non stop!.

La esencia y el espíritu de “esta”carrera tiene que ver con la extraordinaria experiencia que se vive durante esos cuatro días y tres noches caminando por los más espectaculares paisajes de la Cordillera de los Andes, en plena Patagonia Norte de la Argentina.
La Misión es una carrera que se corre en libertad porque como no hay horarios de cortes, cada uno elije su ritmo de marcha y elije donde para a  acampar para dormir. Una persona puede completar todo el recorrido solo haciendo trekking y parando a dormir las tres noches.


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   Toda carrera es fuerte, y toda carrera deja una marca en nosotros, no tengo dudas de ello. De cada carrera podemos contar una o mil historias, y los pasos que vamos dando dejan más huellas adentro nuestro, que en los senderos. Siempre supe esto, y por ello me enamoré del running. Pero igual no esperaba que esta edición del Cruce de los Andes me impactara de esta manera.
    El 2013 fue un año demasiado cargado desde lo personal, y esa carga bloqueó mi entrenamiento. De pronto me encontré revisando mil aspectos de mi vida, y tuve que rearmarme desde otro lugar. Finalmente, sobre diciembre, recupere esas ganas inmensas de correr, de entrenar, de comerme al mundo. Y empecé a renacer desde las cenizas.
    El Cruce de los Andes me agarró así: con mucha energía y poco entrenamiento, y con una compañera fuertísima a la que casi no conocía y con la que no compartíamos ni siquiera el mismo idioma, y nos costaba mucho entendernos.
    Con mi compañera, la brasileña Cilene Sophya Santos, nos conocimos en la edición del 2013 del Cruce, corriendo en contra. Si bien compartimos poco, nos llevamos bien. Debo confesar que yo estaba obnubilada por esta mujer altísima, de cuerpo escultural, morocha de ojos verdes, que encima era una bestia en la montaña.
    Y así nos lanzamos a compartir esta aventura, las dos buscando hacer la mejor carrera posible, tratando de conseguir un lugar en el podio, pero yo sintiéndome muy lejos de un buen momento deportivo.
    Sin embargo, desde el primer encuentro, me sentí súper unida con Cilene y contenida por ella. Al principio de la primera etapa, momento difícil para mi, que me cuesta entrar en ritmo, cargó mi mochila arriba de la de ella, y fuimos. Cuando nos agarró el viento helado sobre el filo de la montaña, iba tranquilizándome. En el bosque, nos encontramos con Marcelo perotti, mi entrenador, y su compañero Cano. Fue increíble verlos, compartir esos ratos con ellos. Y, llegando al final de la primera etapa, nos encontramos con otros dos queridos amigos.
    Cuando encaramos por la calle hacia el primer arco, me sobrepasó la emoción: cada cosa vivida en el 2013 se me vino encima y se me hizo un nudo gigante en la garganta. Cilene se dió cuenta, y me dijo que respirara hondo. De la mano, cruzamos el arco. Nos abrazamos y sólo atiné a decirle "gracias, gracias". En esos 40 kilómetros al lado de ella, había recuperado todas mis ganas, toda mi garra.
    La segunda etapa fue bastante tediosa, con mucha calle, y muy accidentada. Pero a mí (a la "vieja Sofi", esa que empezó a volver el día anterior), los accidentes me benefician: mi cabeza dura estaba de vuelta ON, de pronto, hacer 11kilómetros de más no me parecía tan grave, y pude darle una mano a mi compañera. Un gran regalo de esta etapa era el cruzarte con amigos en las partes por las que se iba y venía y, para mi, no hay premio mayor que cruzar la mirada con esas personas que te marcan el alma cada día. Cilene iba sufriendo mucho con la distancia extra y yo, que por mi tamaño no la podía ayudar mucho desde lo físico, le iba diciendo pavadas que la hacían reír. Cuando finalmente apareció el segundo arco, nos abrazamos y corrimos a el, de nuevo, de la mano. Allí nos esperaban Marcelo y Cano, más emoción compartida...
    El tercer día yo estaba helada. No sé si por que me había llovido sobre mi bolsa de dormir dentro de la carpa, o por qué, pero arranqué congelada. El sendero era chiquito e iba subiendo, hasta que llegamos a unas pistas de esquí. Después de unos seis o siete kilómetros subiendo, llegamos a una cima que estaba envuelta en una niebla pesada y blanca, que contrastaba fuertemente con el negro de la arena volcánica del suelo. Arriba, el viento era helado, pero de golpe dejé de sentir frío. Empezamos a bajar corriendo así, en dirección a la nada, directo al medio de esa nube blanca. De la nada, me agarró una emoción fuertísima, se me vino de nuevo todo el año pasado encima y, no sé por qué, sentí que mi Papá estaba conmigo. En ese mismo momento, Cilene me llama, y veo que estaba igual de emocionada que yo. Se nos caían las lágrimas, y nos empezamos a reír. Nos dimos la mano y bajamos juntas, corriendo, riendo, llorando... Fue un momento increíble, una conexión demasiado intensa con mi compañera y conmigo misma.
    A mi entender, de ESO se trata el Cruce de los Andes: de abrir los ojos y mirar. Mirar el paisaje, sentir la energía de las montañas. Mirar a la persona que tenemos al lado, de conectar con lo que le pasa. Mirar adentro nuestro y conectar con lo que NOS pasa. En la vida diaria estamos siempre corriendo de acá para allá, o estamos contaminados por miles de estímulos externos que nos distraen de lo que es verdaderamente importante: lo que sentimos y las personas que llevamos dentro nuestro. Para mi, el Cruce de los Andes es eso: olvidarte de todo y volver a lo basico: la naturaleza, los afectos y vos.
    Todo lo demás -las caídas, los golpes, el frío, la lluvia-, queda en el anecdotario. Adentro tuyo quedan las risas con amigos, las miradas cómplices con tu compañero, el agradecimiento por cada vez que te ayudaron y la satisfacción de sentirte útil cada vez que pudiste dar una mano.


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