Toda carrera es fuerte, y toda carrera deja una marca en nosotros, no tengo dudas de ello. De cada carrera podemos contar una o mil historias, y los pasos que vamos dando dejan más huellas adentro nuestro, que en los senderos. Siempre supe esto, y por ello me enamoré del running. Pero igual no esperaba que esta edición del Cruce de los Andes me impactara de esta manera.
El 2013 fue un año demasiado cargado desde lo personal, y esa carga bloqueó mi entrenamiento. De pronto me encontré revisando mil aspectos de mi vida, y tuve que rearmarme desde otro lugar. Finalmente, sobre diciembre, recupere esas ganas inmensas de correr, de entrenar, de comerme al mundo. Y empecé a renacer desde las cenizas.El Cruce de los Andes me agarró así: con mucha energía y poco entrenamiento, y con una compañera fuertísima a la que casi no conocía y con la que no compartíamos ni siquiera el mismo idioma, y nos costaba mucho entendernos.
Con mi compañera, la brasileña Cilene Sophya Santos, nos conocimos en la edición del 2013 del Cruce, corriendo en contra. Si bien compartimos poco, nos llevamos bien. Debo confesar que yo estaba obnubilada por esta mujer altísima, de cuerpo escultural, morocha de ojos verdes, que encima era una bestia en la montaña.
Y así nos lanzamos a compartir esta aventura, las dos buscando hacer la mejor carrera posible, tratando de conseguir un lugar en el podio, pero yo sintiéndome muy lejos de un buen momento deportivo.
Sin embargo, desde el primer encuentro, me sentí súper unida con Cilene y contenida por ella. Al principio de la primera etapa, momento difícil para mi, que me cuesta entrar en ritmo, cargó mi mochila arriba de la de ella, y fuimos. Cuando nos agarró el viento helado sobre el filo de la montaña, iba tranquilizándome. En el bosque, nos encontramos con Marcelo perotti, mi entrenador, y su compañero Cano. Fue increíble verlos, compartir esos ratos con ellos. Y, llegando al final de la primera etapa, nos encontramos con otros dos queridos amigos.
Cuando encaramos por la calle hacia el primer arco, me sobrepasó la emoción: cada cosa vivida en el 2013 se me vino encima y se me hizo un nudo gigante en la garganta. Cilene se dió cuenta, y me dijo que respirara hondo. De la mano, cruzamos el arco. Nos abrazamos y sólo atiné a decirle "gracias, gracias". En esos 40 kilómetros al lado de ella, había recuperado todas mis ganas, toda mi garra.
La segunda etapa fue bastante tediosa, con mucha calle, y muy accidentada. Pero a mí (a la "vieja Sofi", esa que empezó a volver el día anterior), los accidentes me benefician: mi cabeza dura estaba de vuelta ON, de pronto, hacer 11kilómetros de más no me parecía tan grave, y pude darle una mano a mi compañera. Un gran regalo de esta etapa era el cruzarte con amigos en las partes por las que se iba y venía y, para mi, no hay premio mayor que cruzar la mirada con esas personas que te marcan el alma cada día. Cilene iba sufriendo mucho con la distancia extra y yo, que por mi tamaño no la podía ayudar mucho desde lo físico, le iba diciendo pavadas que la hacían reír. Cuando finalmente apareció el segundo arco, nos abrazamos y corrimos a el, de nuevo, de la mano. Allí nos esperaban Marcelo y Cano, más emoción compartida...
El tercer día yo estaba helada. No sé si por que me había llovido sobre mi bolsa de dormir dentro de la carpa, o por qué, pero arranqué congelada. El sendero era chiquito e iba subiendo, hasta que llegamos a unas pistas de esquí. Después de unos seis o siete kilómetros subiendo, llegamos a una cima que estaba envuelta en una niebla pesada y blanca, que contrastaba fuertemente con el negro de la arena volcánica del suelo. Arriba, el viento era helado, pero de golpe dejé de sentir frío. Empezamos a bajar corriendo así, en dirección a la nada, directo al medio de esa nube blanca. De la nada, me agarró una emoción fuertísima, se me vino de nuevo todo el año pasado encima y, no sé por qué, sentí que mi Papá estaba conmigo. En ese mismo momento, Cilene me llama, y veo que estaba igual de emocionada que yo. Se nos caían las lágrimas, y nos empezamos a reír. Nos dimos la mano y bajamos juntas, corriendo, riendo, llorando... Fue un momento increíble, una conexión demasiado intensa con mi compañera y conmigo misma.
A mi entender, de ESO se trata el Cruce de los Andes: de abrir los ojos y mirar. Mirar el paisaje, sentir la energía de las montañas. Mirar a la persona que tenemos al lado, de conectar con lo que le pasa. Mirar adentro nuestro y conectar con lo que NOS pasa. En la vida diaria estamos siempre corriendo de acá para allá, o estamos contaminados por miles de estímulos externos que nos distraen de lo que es verdaderamente importante: lo que sentimos y las personas que llevamos dentro nuestro. Para mi, el Cruce de los Andes es eso: olvidarte de todo y volver a lo basico: la naturaleza, los afectos y vos.
Todo lo demás -las caídas, los golpes, el frío, la lluvia-, queda en el anecdotario. Adentro tuyo quedan las risas con amigos, las miradas cómplices con tu compañero, el agradecimiento por cada vez que te ayudaron y la satisfacción de sentirte útil cada vez que pudiste dar una mano.