Cuando me invitaron a participar en Vulcano
Ultra Trail, nunca imaginé una carrera así. Sabía que, si bien tenía una sola
edición en su haber -y la distancia de 80k era nueva-, sería "un
carrerón", pues la organización tenía unas críticas impecables y corredores
de la talla de Sergio Trecamán y Marlene Flores hablaban de una carrera tan
dura como linda.
Qué lindo saber que no me equivoqué.
Todo, desde la planificación del viaje, fue perfecto. Hasta la escala en
Santiago de Chile fue maravillosa, porque me di el lujo de encontrarme en el
aeropuerto con mi gran amiga chilena, Paz Medeiros. El viernes a la mañana,
Puerto Varas ya había sido tomado por los corredores. Fui a retirar mi kit, a
la conferencia de prensa, y después hicimos unas tomas para el documental de
VUT. Toda la gente amable por demás: los guardaparques, los organizadores de la
carrera, el equipo de filmación, los chicos que estaban en la entrega de
kits... Una clara muestra de lo que se vendría después en la carrera.
Es rara la logística personal cuando
una carrera larga a las 3am. Yo prefiero hacer una especie de desayuno, asi que
comi un poco de pan con dulce a medianoche mientras chateaba con mi entrenador
que estaba comiendo con mis amigos y, a la 1am, me fui al bus que nos llevaría
a la largada, comiendo unos maníes. Es divertido ir mirando a los demás
corredores, adivinar sus nacionalidades (me sorprendió la cantidad de países
representados en VUT!), ver el contraste entre la excitación de algunos y el
cansancio de otros, etc. Finalmente llegamos al lago Todos los Santos, donde
nos recibieron con sopa, cafe, galletitas y tostados de jamón y queso. Un
placer! Cuando llegó el momento de ir a la largada, casi que daban más ganas de
quedarnos allí!
El amontonaniento detrás del arco me
encanta. Sentir la energía de los demás corredores, casi poder sentir el
palpitar de todos los corazones, la emoción... Y empezar a correr, los tobillos
haciendo fuerza para traccionar en la arena, dejar atrás los gritos y el
público y empezar a adentrarte en el bosque. El camino se afina, la arena no
cede. Empieza la subida, suave pero permanente. Alguna planta que se cruza, una
raíz. A saltar, esquivar. Calor. Como puedo, me saco la campera que, por
suerte, me puse por encima de la mochila. Tropiezo con una piedra. Aparece
otra. Y otra más. De pronto estamos corriendo entre rocas. La subida se va
haciendo más empinada y el suelo cambia: la arena desapareció y ahora corremos
sobre roca. Una especie de piedra pómez negra, húmeda. Patinosa.
Toca comer, y el gel me da asco. De
pronto, estoy al costado del "camino" (no hay camino) con arcadas.
Aparece el recuerdo de la Endurance Challenge y, con el, el miedo. Respiro
hondo. "Belly breathing", como dice una canción de Elmo que canto con
mi hijo. Me relajo, y sigo. La siguiente traición vino de la mano de mis amadas
Speedcross: los tapones parecen ruedas sobre esa superficie. Tengo que hacer
mucha fuerza con los pies para no patinar, y bajar la velocidad.
El terreno empieza a ceder. El ángulo
de subida va empeorando, pero las rocas se van espaciando. Pasos chicos, peor
firmes. Constantes. La hilera de luces que sube es eterna. De pronto, un
respiro y un puesto de hidratación. Después, más subida. La montaña se va pelando
y aparece a nuestra izquierda el Osorno, imponente, blanco, magnífico. La luna
llena se asoma entre las nubes y, de pronto, hay luz. Amo esto. Soy feliz.
Subimos y subimos. La luna desaparece y nosotros nos perdemos dentro de una
nube. Se dejan de ver luces pero escuchamos las voces de los demás corredores.
Aún vamos medio juntos. Así, llegamos al primer control: la cima Picada. No se
ve nada. Literal. Los chicos de control nos dicen que vayamos derecho hasta
abajo de todo.
Correr hacia abajo por arena vocálica,
en medio de una nube, es una experiencia maravillosa. Vas cayendo en picada,
hundiéndote en la arena, que te controla la velocidad. Lúdico, surreal. Tercera
traición: una de las polainas se me rompe, y se me llena la zapatilla izquierda
de piedras. Y, de golpe, la montaña se pela y empiezo a patinar hacia abajo.
Consigo frenarme y escucho voces gritando que no hay marcas, ni camino. Que
estamos en un cañadón que cae cada vez más duro y empinado, sin salida. Me
muevo y empiezo a caer de nuevo. Miro hacia abajo y veo a varios chicos, todos
inmóviles, como agarrados a la montaña. Cualquier movimiento, por mínimo que
sea, nos hace caer. No sabemos cómo salir de allí. Ni hacia dónde. De más
arriba, otros chicos nos gritan que tampoco ven marcas. Hacia ningún lado.
Quiero subir, pero imposible: cada movimiento me hace resbalar y caer más y
más. Alguien grita que hay que ir hacia la derecha. Casi abrazados a la
montaña, y patinando ante cualquier descuido, nos movemos lentamente. Uno de
los chicos me ayuda. Logramos pasar del otro lado, y seguir.
Había que
llegar al k31,5, que estaba en el sector de largada/llegada. Quedaba un poco de
plano y mucha bajada por el bosque, en algunas partes más técnica, pero en
general suave, linda. Volver a la playa fue duro, un par de kilómetros viendo y
escuchando la fiesta que allí había, pero aún lejos. Y más lejos cuando pensaba
que aún faltaban 50k, y en lo duros que habían sido los primeros 30.
Tratando
de no pensar en eso, comí algo rápido, saqué las piedras de la zapatilla
izquierda, y partí. Falso plano hacia arriba, por arena una pesada arena
volcánica. Falso plano eterno, por arena y matorrales. Después, directamente
subida. Larga, eterna. Cada vez más empinada. El camino ya está vacío. Hacia
arriba, a lo lejos, se ve algún que otro corredor. Hacia abajo, lo mismo. Cada
tanto, un banderillero de la organización. Es impresionante la buena onda que
tienen todos. Debe ser por el lugar increíble en el que están esperándonos.
El terreno
vuelve a ponerse rocoso, y hace frío. El cielo está nublado y sopla el viento.
Manoteo la campera, que la había dejado en un bolsillo de la mochila bastante a
mano, y me la pongo por encima. Con las manos, me ayudo a subir. Hacia atrás,
el paisaje te quita el aliento. Llego a la segunda cima, Vulcano. Me sellan el
pasaporte, y empiezo a bajar, con cuidado, entre las piedras. Cada tanto, puedo
correr por algún filo. Las nubes están bajas y cuesta mucho ver las marcas. Me
resguardo tras una piedra a esperar a algún corredor. No quiero bajar mal, y
que me vuelva a pasar lo de antes. Enseguida aparece un chico, y empezamos a
bajar. El cañadón por el que tenemos que ir se afina, y las rocas dan lugar a
arena volcánica. Puro placer. Me dejo ir, y disfruto. Alcanzo a un chico que va
en unas especie de ojotas, al estilo Tarahumara. Se lo ve sufriendo, pasándola
mal.
Cuando
estoy entrando al bosque, empieza a llover. Ya no tengo la campera puesta, y
disfruto de las gotas pegándome en los brazos, en la cara, en las piernas. Como
no estoy comiendo mis geles, salvo los G1 de Gatorade (pero que sólo tengo 2,
así que los voy administrando), devoro como bestia cada vez que llego a un
puesto, y me llevo algo de comida. La llegada todos los puestos es una fiesta.
Como dije antes, todos –absolutamente todos los que estaban trabajando en el
circuito-, te alentaban y te festejaban al pasar. Pero la llegada al 50 fue
especial: después del puesto, había que correr 150mts al costado de la ruta,
antes de empezar a subir por el monte. Había dos chicas marcando el lugar, que
saltaban como locas cuando nos veían, revoleando en las manos falsas porras
armadas con las cintas de marcación, y que nos acompañaban corriendo y gritando
esos metros. Muerta de risa, le pregunté a un chico desde cuándo estaban así:
desde hacía horas… Realmente unas genias!
Quedaba
sólo una cima más. Y subir, subir, subir. El terreno hasta la cima Verruga era
técnicamente más sencillo que los otros: no había rocas grandes en las partes
de mayor pendiente entonces, si bien era cansador, no representaba mayor
dificultad. La lluvia había parado hacía rato, y el sol pegaba fuerte. Me
emocionó llegar arriba y saber que, si bien era mucho lo que quedaba, las tres
cumbres ya estaban adentro. Miré a mi alrededor, respiré hondo, y agradecí
estar donde estaba.
La bajada
de la Verruga tenía la dificultad que no había tenido la subida. La bajada era
por una cuenca seca, entre rocas, como habían sido las otras subidas. Venía
bien, como solía correr antes, hace una vida, de menor a mayor. Me sentía
fuerte y venía pasando gente. Me confié, y empecé a saltar entre las piedras.
Acto seguido, le erré a una y caí con una de lleno sobre una roca. Sangre y
dolor extremo. Más que dolor, impresión. La sensación de que se me había
despegado una uña…
Se acaban
las piedras y empieza el bosque. Volvemos al puesto de las porristas. Placer,
risas. Curita en la uña, me da mucho asco. Estoy desesperada por una coca, pero
no hay más. La buena onda de todos hace que no importe. Sigo. Me siento bien.
Me hace sentir mejor el sentirme bien. Círculo virtuoso.
Entro en
el bosque. Se vuelve húmedo, verde. Vegetación espesa. A pesar de mi nariz
tapada, olores fuertes. Me siento Alicia, a través del espejo. Pienso en que
quiero describirle ese bosque a una amiga en particular, que no corre, y no
entiende mis fotos sucia, embarrada, lastimada. Pienso que, si estuviese en ese
bosque, si viese esas plantas, si pisara ese suelo blando, si oliese esos
aromas, si tuviese que saltar esas raíces, esquivar esas ramas y trepar esos
troncos, entendería… Jugamos a ser niños, jugamos a ser libres.
En medio
de esa sensación feliz, aparece un puesto de hidratación. No entiendo, dado que
mi gps marca 78,6k. Y me avisan que faltan otros 6,5. Me demuelo. Pero así son
las carreras de montaña y eso es lo que siempre me gusta de la ultradistancia:
el tener que sobreponerte a las dificultades que te plantea el camino y lo
cierto es que, después de las tres “traiciones” del principio, el camino venía
siendo muy benévolo conmigo.
Me sobrepongo y sigo pasando gente, pero ahora
ya son de otras distancias. Me sonrío al pensar que, desde la primer cima, me
terminó pasando sólo una persona: Franco Paredes, que venía liderando los 64k.
Los planos se me hacen densos, como siempre (como antes!) a esa altura de
carrera. Me alegra reconocer el sentimiento. Me alegra reconocerme. Pienso en
mi Niño. Pienso en cuando podamos correr juntos en los volcanes, como tanto
quiere. Como tanto quiero. Y así, pensando en mi Niño de pelos locos, me enfrento
al lago y llego a la playa. Último kilómetro, lleno de gente alentando.
Emocionante. Feliz. Cierro los ojos y pienso en mi Papá. Cruzo el arco.